(Este ensayo es el primer texto del libro "El síntoma de lo fantástico", de Carlos Lloró)
Por
ahí se dice que “el síntoma es una señal que aparece en el organismo en
respuesta a una enfermedad”. Hablaremos hoy, pues, de la enfermedad conocida
como “lo fantástico”, y de su síntoma[1],
o síntomas.
Es esta una enfermedad no del
cuerpo, sino del sujeto. Sus síntomas se ocultan en ciertos libros, o en algunos
pasajes de ciertos libros, películas, cómics, cuadros, teorías, lugares,
sueños, recuerdos.
En determinado momento, rozamos la línea que separa lo que
creemos real de aquello que nos gustaría que lo fuese. Al cruzar esa línea, nos
sentimos inundados de una emoción intensa, la emoción de lo desconocido o la
emoción del misterio. Sentimos que las fronteras de la percepción se amplían,
como si pasáramos a vivir en un mundo mucho más rico, más pleno de sugestiones
y resonancias. El cerebro pareciera también que comienza a funcionar a una
velocidad más alta.
Da lo mismo si esa sensación nace de algo real o de algo
irreal (¿qué es real, qué es irreal?). Como sensación, como acontecimiento de
nuestra subjetividad, nos ha afectado y nos ha provocado un gozo inaudito; ha
hecho que nos sintamos más vivos. Y con eso basta: hemos detectado el síntoma
de lo fantástico.
Que la felicidad o la plenitud
personal dependan de mínimos y casi caprichosos oleajes en la superficie de la
percepción, es una circunstancia casi mágica. Shakespeare lo expresó en un
maravilloso pensamiento: “Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y
sentirme rey de un espacio infinito[2]”.
De niño, tuve sueños que aún
conservo como tesoros, pues siento que no fueron solo sueños.
A los doce años, vivía en el Internado de la Escuela
Vocacional de Arte de Camagüey, Cuba. Era un edificio vasto, lleno de
recovecos, con bibliotecas bien pertrechadas, amplios campos deportivos,
laboratorios misteriosos, además de profundos cielorrasos donde los alumnos
jugábamos a esconder y a descubrir cosas (libros, sobre todo).
Contaré uno de esos sueños, que en
realidad fue una serie de sueños, al menos tres, y se sucedieron en un lapso de
menos de una semana.
En el primero de ellos, yo era un buzo, y recalaba en la
playa de una ciudad nocturna, erizada de rascacielos. Había llegado de
incógnito, pues debía proporcionar información a ciertas personas que vivían en
esa ciudad. Pese al mar y al cielo, yo sabía
que esa ciudad estaba bajo tierra, y sus gobernantes no deseaban que los
habitantes de la superficie la conocieran.
En un segundo sueño, caminaba, ya en la ciudad, a lo largo
de un corredor laberíntico, de altas murallas musgosas, a cielo descubierto. Encima
de la muralla de la izquierda, pude ver una cantidad de enormes máquinas
descompuestas. Parecían naves espaciales. Abundaba los diseños extraños, y pese
a que no pude entender la estructura y función de esos armatostes, me
emocionaban, como si algo en mí se conectara de alguna manera con ellas, como
si algo de mí muriera a medida que esas máquinas se iban oxidando.
El tercer sueño ocurrió en un bar de
la misma ciudad. Yo esperaba a un contacto, alguien que me tenía que
proporcionar cierta información para llevarla a la superficie, una información
que en verdad era el código que me permitiría regresar a la secreta ciudad. Mi
intuición me decía que mi contacto –una mujer– había sido secuestrada. El bar
donde me encontraba estaba lleno de espejos–cámara, cada uno de los cuáles
mostraba, intermitentemente, una porción de imágenes correspondientes a lo
ocurrido allí en cada momento, pues todo era grabado desde diferentes ángulos.
Así, luego de un rato de escrutinio, vi un espejo–cámara mostrando a la mujer
que yo esperaba saliendo por una puerta lateral que daba al pasillo del segundo sueño.
Ese triple–sueño fue mi primer
encuentro con el síntoma de lo fantástico. A partir de esos sueños, comencé a
dedicar tiempo a elaborar mentalmente la historia de la ciudad subterránea. La
llamé Macrolandia. Imaginé que en esa ciudad reinaba un sistema social ideal, y
que allí florecían todas las ideas científicas y artísticas prohibidas en la
superficie, en total libertad y siempre al servicio del ser humano. Imaginé que
los macrolandianos se ocultaban porque los gobiernos de los países beligerantes
querían apoderarse de sus secretos. Su tecnología llevaba una ventaja de
décadas a las naciones más desarrolladas. Sin embargo, no tenían ejército ni
policía.
Hoy puedo darme cuenta que los
sueños de la infancia quedan para siempre, y se convierten en mitos, si sabemos
cultivarlos. Pero no solo los sueños. También las conversaciones, las visiones,
los encuentros, las ceremonias de la adolescencia, pueden quedarse en la
memoria como conquistas subjetivas perdurables. Como si fuesen experiencias de otro mundo.
Escuché hablar por primera vez del
“síntoma de lo fantástico” a mi gran amigo el desaparecido escritor Sergio
Meier. Recuerdo el momento. Era de noche, estábamos en el comedor de su casa de
Quillota, y Meier me mostraba un volumen del escritor norteamericano Gene
Wolfe. Mientras lo hojeaba, dijo en voz muy baja: “tiene el síntoma de lo
fantástico”.
En el año 2016, la Editorial de la Universidad de
Valparaíso publicó mi libro Conversaciones
con Sergio Meier. A partir de entonces, he continuado rastreando las
huellas del pensamiento de mi amigo, sobre todo de eso que él llamaba el
síntoma de lo fantástico. Este ensayo es fruto de ese trabajo. En él he tratado
de integrar en un todo relativamente coherente el torbellino de recuerdos,
imágenes, lecturas y asociaciones que invaden mi mente cada vez que vuelvo a
repasar mi amistad con ese hombre de excepción. Ahora mismo miro a mi
alrededor, y me parece que Meier se encuentra por aquí cerca, agazapado en un
rincón, o disfrazado de mozo –estoy en la cafetería Premium, de Temuco–,
copiando diálogos ajenos para convertirlos en pasajes de su obra infinita, la post mortem, la de más allá de la carne.
Este Meier ubicuo no es tan diferente del amigo que conocí. Porque Sergio Meier
era, en realidad, un misterio.
“Me gustaría guardar mi conciencia
en alguna parte”, me dijo cierta vez. Frase enigmática, como todo en él. Debió
de haberle atraído en grado sumo la tecnología descrita en la Saga Heechee de
Frederik Pohl –uno de sus textos de ciencia ficción favoritos–, donde leemos
que “los
Heechees, en un estadio bastante temprano de su fase tecnológica, aprendieron a
almacenar las inteligencias de otros Heechees muertos o moribundos en sistemas
inorgánicos”. Esos seres fabulosos “eran capaces de usar las mentes muertas de
los antepasados Heechees para almacenar y procesar datos”.
Nuevamente me encuentro escribiendo
sobre Sergio Meier. Las Conversaciones
parecía que iban a cerrar un ciclo, y he aquí que lo abren. Mi amigo está más cercano
que nunca. Su conversación y su humor están más plenos que nunca. Sus lecturas
parece que fueran cada vez más mis lecturas. El poeta y editor Darwin Rodríguez
de Tomé, cuando leyó el borrador de las Conversaciones,
hace un tiempo, me escribió que “Meier es un ser grandísimo, lleno de vida, conexiones y sinergia, como
un bosque, milenario, araucario”. Meier araucario. ¡Qué linda imagen! Su mente
sin duda que era una selva de correspondencias y resonancias. Él estaba muy
cerca de las estrellas, escuchaba su respiración, por eso parecía a veces
desconectado, ajeno a este mundo. Y cuando decidió dar el salto, sabía que
dejaba atrás varias cosas. Vestigios de su ser, tesoros para sus amigos y para
cierta región de un fan kingdom en
ciernes, piedras filosofales de diverso calado; palabras, fantasmas.
Y enseñanzas; un discreto
magisterio, sutil y transparente, un repertorio de palabras averiadas,
enmohecidas, periclitadas, como los
libros que a él realmente le fascinaban. Esos libros fuera de moda, fuera de
época, que no encajan en un canon determinado, libros en verdad desencajados,
como su misma Segunda Enciclopedia de
Tlön, tan llena de erratas y de magia, o como los antiguos grimorios de
Giordano Bruno y de Raimundo Lulio, o las novelas de Raymond Roussel y Joris
Karl Huysmanns. O Super–Cannes de
Ballard, novela que le vi comprar en “El ciclón del libro” de Viña del Mar,
durante un paseo que dimos juntos por esa ciudad donde todavía planea el aura o
el ectoplasma de Juan Luis Martínez, el maestro de Meier.
He aquí algunas de sus enseñanzas.
Primero, el centro del mundo está en el propio gabinete de
trabajo, y no en Londres o en Hollywood. Segundo, la conversación entusiasta es
la forma más alta de literatura. Tercero, el lector puede ser un detective
entrenado en el hábito de buscar libros que nadie busca. Cuarto, el camino de
cada uno es único, y la trayectoria personal es singular, se va creando sola.
Es decir, no hay competencia. Podría seguir nombrando puntos para un decálogo
meieriano. Pero lo dejaré ahí. Todos estos días he seguido dialogando con mi
amigo de muchas formas. Por ejemplo, volví a ver La máquina del tiempo de George Pal, película que a ambos nos
marcó. Revisité ese film sabiendo lo que pensaba Meier de él.
Varias escenas me recuerdan sus íntimos anhelos. El
protagonista le dice a sus amigos: “No me gusta la época en que nací”,
“prefiero el futuro”. Durante el viaje, la máquina hace escala en 1917, en 1940
y en 1966, para recalar en el inimaginable año 802.701, una época donde los
hombres hipnotizados han perdido toda traza de humanidad, delegando las riendas
de su espíritu en una tribu de bestias peludas y ojos rojizos. En ese futuro,
los libros son cosa pasada, desapareciendo no solo las librerías, sino también
la simple curiosidad humana. ¿Qué pensaría Meier de ese mundo sin hambre
intelectual y sin libros?
Sin embargo, cuando al final de la
película el protagonista decide regresar a esa época remota, su mejor amigo y
su mucama se dan cuenta de que faltan tres libros en su compacta biblioteca.
“¿Qué libros se habrá llevado?, pregunta la mujer. “No sé”, responde el amigo.
“¿Qué tres libros se habría llevado usted?”
La
pregunta queda abierta, y sé que Meier le habrá dado respuesta muchas veces, en
la realidad y también en sus sueños. Mirando hacia atrás, no es descabellado
pensar que Meier no murió, sino que se fue en su propia máquina del tiempo, a
una época necesitada de alma y de imaginación. Idea no muy ajena a su estética:
la de una colonización literaria, una alfabetización retrofuturista.
Tal vez buscaba “el síntoma de lo
fantástico”, frase que mencionó –como ya dije– a propósito de Gene Wolfe, en
una de las lecturas que compartió conmigo entre el 2008 y el 2009. Uno de los
personajes de Wolfe, el padre Inire, es un alquimista, cuya magia consiste en
disponer una serie de espejos de tal modo que permitan plegar el espacio, como
en Dune. En La Ciudadela del Autarca, leemos: “se supone que uno puede entrar
(en el espejo) como entra en un umbral, y salir a una estrella”. Se menciona
otro objeto singular, la Garra, que “tenía sobre el tiempo el mismo poder que
se atribuye a los espejos del padre Inire sobre la distancia”. La culminación o
epifanía suprema del arte de Wolfe, según Meier, se encuentra en el capítulo XX
de La Sombra del Torturador,
titulado, justamente, “Los espejos del padre Inire”. Meier alucinaba hablándome
de cierto pez holográfico que ahí se describía, un ser de pura ilusión, de pura
irrealidad. Leímos juntos el pasaje completo. Al iluminar de cierto modo los
espejos enfrentados, surge “el pez, una criatura nacida de la convergencia de
la luz”, como la describe Wolfe. Uno entiende a Meier leyendo este capítulo de
Wolfe en voz alta, escuchando al padre Inire hablar sobre el funcionamiento
sutil de los espejos. Tal vez la literatura, tal como él la concebía, era una
imposibilidad, una criatura hecha de pura luz, de pura holografía, un milagro
de perfecta irrealidad.
Escuchemos un par de párrafos de Wolfe que Meier me leyó en
voz alta:
1) –Cuando algo se mueve muy, muy rápido —tan rápido como
los objetos familiares de tu cuarto de juegos cuando tu gobernanta enciende la
candela— se vuelve pesado. No más grande, ¿comprendes?, sino sólo más pesado.
Es atraído hacia Urth o hacia cualquier otro mundo con mayor intensidad. Si se
moviera con la velocidad suficiente, se convertiría en un mundo, atrayendo
otros objetos hacia él. Por supuesto, no existe ninguna cosa capaz de hacer
eso, pero si lo hiciera, eso es lo que ocurriría. Sin embargo, aun la luz de tu
lámpara se mueve lo bastante de prisa como para viajar entre soles.
2) –Como
en nuestro universo no hay nada que pueda superar la velocidad de la luz, la
luz acelerada lo abandona y penetra en otro. Cuando vuelve a reducir la
velocidad, retorna a nuestro universo... naturalmente, en otro sitio.
–¿No es más que un
reflejo? –preguntó Domnina, mientras miraba al pez.
–Acabará siendo
real si no oscurecemos la lámpara o quitamos los espejos. Pues que una imagen
reflejada exista sin un objeto que la origine, viola las leyes de nuestro
universo y, por tanto, algún objeto ha de cobrar existencia.
Esta idea, no de un objeto que
produce una imagen, sino de una imagen que produce un objeto, nos regala una
primera clave para apreciar la delicada membrana tejida por la imaginación y el
pensamiento de Meier. Su capacidad y sensibilidad para detectar el síntoma de
lo fantástico dondequiera que este se ocultase, nunca ha dejado de asombrarme.
Lo detectaba en libros, en personas y en sus objetos. Pero sobre todo en
libros. Tras la lectura de los fragmentos precedentes empezamos a asociar
referencias clásicas a los espejos y a la luz en la literatura y la ciencia.
Meier mencionó el texto Animales en los
espejos, de Borges. Yo mencioné la esfera reflectante de Escher. Meier
añadió: “Y Einstein, también. La
relatividad, la imposibilidad de superar la velocidad de la luz, y el posterior
descubrimiento de objetos que superan la velocidad de la luz. El reflejo, la
imagen, cómo se corporizan los objetos, cómo viajan a través de la luz pura”.
Yo
riposté con el delicioso cuento de Algernon Blackwood, El caso Pikestaffe, donde el protagonista guarda su biblioteca
dentro de un espejo.
En dicho cuento, el profesor de
matemáticas Thorley arrienda una habitación en una modesta casa de huéspedes.
Allí encuentra un espejo de cuerpo entero. La dueña de la pensión, la señorita Speke,
intrigada por los inusuales hábitos de su inquilino, entra a la habitación y ve
que el espejo está dado vuelta, mirando a la pared. Al salir,
… algo le rozó la cara, produciéndole picor en una
mejilla, algo fino como una telaraña, algo que flotaba en el aire. Lo apartó.
Era un hilo de seda extremadamente fino; tan fino, en realidad, que casi podía
haber sido un hilo de araña como los que se ven flotando en el césped del
jardín una mañana de sol”. Días más tarde, la criada encuentra “ciertas marcas que
había sobre la alfombra del gabinete del señor Thorley. Las había descubierto
al ir a pasar la aspiradora: se trataba de unas rayitas pequeñas, débiles,
cortas, trazadas con tiza oscura o carboncillo, en forma de ángulos superiores
o inferiores de unos paréntesis cuadrados; de trecho en trecho, se veía alguna
flechita, también.
Esas ciertas o inciertas marcas, ese hilo de seda, huellas
de un mundo insólito que terminan con el enigmático profesor y su ayudante
encerrados en el interior del espejo, resuenan con el pez holográfico de Wolfe
y el idealismo de Borges, que Meier suscribe a cabalidad en su novela La Segunda Enciclopedia de Tlön,
refiriéndose a los “hrönir” y los “ur”, objetos mágicos que pide prestados a
uno de los más ilustres cuentos borgeanos: Tlön,
Uqbar, Orbis tertius. Un personaje del libro de Meier describe a los
“hrönir” como
… simulacros. Como
las cosas carecen de continuidad en el tiempo, y por ende de identidad en el
espacio, en Tlön nada puede perderse o encontrarse de nuevo. Simplemente se
‘olvida’ o se ‘recuerda’ algo; de modo que si dos personas buscan un objeto, un
lápiz digamos, y la primera llega a encontrarlo más no le avisa a la segunda,
puede perfectamente ocurrir que la segunda encuentre o ‘recuerde’ otro lápiz
casi exactamente idéntico al original. Tales simulacros son los “hrönir”, y
fueron inducidos posteriormente en forma artificial, enviando personas a que
buscaran objetos desaparecidos, ignorantes de que nunca antes habían existido.
La proliferación de estos nuevos objetos, nacidos puramente de la sugestión, se
denomina ‘ur’, y demostró que todo lo que es posible de ser imaginado existe en
algún lugar… y puede ser manifestado.
Objetos que desaparecen dentro de los espejos, objetos que
son emitidos por imágenes, objetos que son creados a partir de la pura
sugestión mental; en todos ellos parpadea ese síntoma de lo fantástico que
Meier cultivó en sus lecturas y en su obra, en sus amistades y encuentros tanto
como en los claroscuros de su existencia alucinada y asombradiza. Pues Meier
fue un ser de perplejidades, y así como hay quien se asombra de ver un auto de
carreras rodando en plena ciudad, él se asombraba de encontrar esas pistas de
otro mundo entre las páginas silenciosas de un libro. A veces, cuando disponía
sus preciados textos sobre la mesa e íbamos leyendo trozos de uno y de otro, me
parecía que los personajes de un libro se pasaban a otro. Y así, no es
descabellado pensar que el profesor de matemáticas del cuento de Algernon
Blackwood pueda aparecer, de pronto, en la Sala del Significado de la Casa
Absoluta, donde el padre Inire de la saga de Gene Wolfe juega a cambiar el
universo con su arte de espejos (también podríamos añadir aquí el espejo
ladrón, “que desaparece todo lo que refleja”, de la película Combate de amor en sueños, de Raúl
Ruiz).
He seguido tirando del hilo,
buscando esas pistas meierianas, como un detective desesperado, entresacándolas
a veces de mis propios escritos, como cierta cita del psicoanalista Wilhelm
Stekel, en su hermoso libro Los sueños de
los poetas, junto a otra de un antiguo tratado chino sobre los espejos,
incluidas ambas en mi libro Cinis cinerum.
Escribe Stekel:
En el antiguo
castillo de Nuremberg hay una profunda fuente. Si se arroja una piedra dentro
de ella y se aguza el oído, se oirá pocos segundos después cómo la piedra cae
al agua que cubre el fondo de la fuente. No obstante, quien se asome a la
fuente para observar sus profundidades no logrará percibir más que una
insondable oscuridad. Pero poco
después las profundidades de la fuente comienzan a animarse de extrañas
figuras. Diríase que empieza a hacerse visible la superficie de las aguas del
fondo y reflejarse en ellas escenas maravillosas. Dice la leyenda que esas
escenas corresponden a la infancia de quien las contempla asomado al borde de
la fuente[3].
Y escribe Chi Nung:
Cuando el Emperador se miró fijamente en
el espejo, vio que su rostro se transformaba primero en una mancha
sanguinolenta y luego en una calavera de la que goteaba una mucosidad. Lleno de
horror, el Emperador apartó su mirada. “Majestad”, dijo Shenkua, “no apartéis
vuestra mirada. Sólo habéis visto el principio y el final de vuestra vida. Si
seguís mirando en el espejo, veréis todo lo que
es y lo que puede ser. Y cuando alcancéis
el grado más alto del éxtasis, el espejo os mostrará incluso cosas que no pueden
existir”.
Una clave central de la poética
meieriana de lo fantástico, podemos hallarla en El camino a la realidad, otro de los textos fundamentales de la
biblioteca de Meier. Allí, Roger Penrose se permite entretejer una explicación fantástica de la teoría de cuerdas.
Penrose comienza explicando que en
la teoría de cuerdas hay juicios estéticos implicados, y que “aunque la teoría
de cuerdas tuvo sus inicios en aspectos experimentalmente observados de la
física hadrónica, luego se apartó drásticamente de ellos, y más tarde no ha
tenido prácticamente ninguna guía de datos observacionales concernientes al
mundo físico”.
¿Es pues la teoría de cuerdas una
teoría fantástica?
Para explicarla, Penrose apela a una
especie de fábula o parábola.
La fábula nos habla de un turista
que visita una ciudad muy grande, con el propósito de encontrar un edificio del
que le han hablado. Sin embargo, se encuentra con varios obstáculos. La ciudad
parece intencionalmente desprovista de indicios. Para empezar, no hay nombres
de calles ni mapas. Como no habla la lengua del lugar, el turista no puede
preguntarle a nadie. A menudo se encuentra con bifurcaciones en el camino,
callejones sin salida, senderos curvos, que enredan aún más su búsqueda. La
única certeza con que cuenta el visitante es la “elegancia sublime” del
edificio que busca. También ha observado que algunas calles presentan “un
atractivo estético más obvio que otras”. En definitiva, el visitante, luego de
un tiempo, se da cuenta de que ese “atractivo estético” es su única manera de
orientarse, junto con
“cierta sensación de una consistencia
global, de estilo, o de algún tipo de pauta subyacente imaginada para la
ciudad”.
A continuación, Penrose propone al
lector una variante de la historia:
Ahora supongamos que usted es el turista, pero forma parte de
un grupo conducido por un guía turístico de una inteligencia, conocimiento y
sensibilidad impresionante; el único problema es que, en este caso, el guía no
tiene ningún conocimiento previo de la ciudad y nunca antes ha oído hablar la
lengua del lugar.
Quizá crea que el guía tiene mejores
intuiciones estéticas que usted, y de hecho llega antes que usted a valorar
estas cosas. En ocasiones, la sensibilidad del guía hacia las pautas ocultas
localiza un edificio de una elegancia particularmente sofisticada. Pero, en
esencia, los criterios no son de un tipo muy diferente de los que usted mismo
podría utilizar. Si usted sigue al grupo, al menos tendrá la compañía de los
otros, y puede hablarles de la arquitectura que les rodea y compartir la
excitación de la búsqueda de su objetivo común. Incluso si no espera encontrar
dicho objetivo, usted disfruta con la búsqueda. Pero tal vez, por el contrario,
usted prefiera ir a su aire, cuando empieza a sospechar cada vez con más fuerza
que el guía no sabe más que usted acerca de cómo encontrar el objetivo. Cada
elección sucesiva de rumbo es una apuesta, y en muchas ocasiones quizá sienta
que una elección diferente ofrecía más promesas que aquella que realmente ha elegido
el guía…
Hay algo fascinante en esta
historia, la enseñanza de que el sentido personal de lo estético, de lo
fabuloso, de lo singular, cuenta mucho más para el sujeto que las doctrinas de
los llamados especialistas. Que al
fin y al cabo, la sensibilidad propia es la mejor guía, y que el sujeto
construye su mundo precisamente alrededor de las oscilaciones de esa misma
sensibilidad.
Meier buscaba el síntoma de lo fantástico como el turista de Penrose perseguía ese edificio disimulado entre las pautas ocultas de la noche, y él tampoco era un especialista, sino un autodidacta que había desarrollado una sensibilidad especial hacia las pautas ocultas de la literatura. Siempre sentí que él se esforzaba por buscar ese efecto de ilusionismo que provoca la palabra en boca de un visionario. Ilusionismo que es a un tiempo éxtasis y angustia. Por ejemplo, pese a que adoraba el pasaje de la quema de la biblioteca en Gormenghast de Mervyn Peake, decía que le daba miedo leerlo. Lo consideraba un pasaje corrosivo, amén de fascinante. Era, al mismo tiempo, un fragmento ajeno al canon oficial, ese canon que, como el guía en la historia de Penrose, traza las direcciones autorizadas y determina los caminos prohibidos. Meier estaba notoriamente desencajado del canon, y sus lecturas eran retorcidas y oprobiosas a veces. Le complacía bucear en zonas desprestigiadas de la historia literaria, en libros dolorosamente olvidados, libros que nos invitaban a vestir “la dolorosa camisa de la belleza”, frase de Ian Watson sobre Gene Wolfe, que solía citar con entusiasmo.
[1] En La imagen superviviente,
Didi Huberman estudia “la lección del síntoma –absurdos, lapsus, enfermedad,
locura”, y se pregunta: “¿Será la vía del síntoma el mejor modo de oír la voz
de los fantasmas?” Y quizás si, como Boltzsmann, relacionamos la entropía con
la “información perdida”, entonces, mediante la vía del síntoma, navegando
entre los intersticios de lo real, podremos articular o al menos audificar,
entreoír, el eco de mundos posibles, donde esa “información perdida” ha
devenido renovada sustancia, imagen sobrecargada de numen. Así, no se busca codificar la información perdida, como
intenta hacer la teoría de las probabilidades, sino más bien conjurar su
espectro de ausencias, poetizar su campo de fuerzas, como al parecer buscaban el
cineasta Raúl Ruiz y el matemático Emilio del Solar en sus reuniones del
Círculo de Belleville.
[2] Hamlet, segundo acto,
escena 2. Stephen Hawking derivó de este parlamento shakespeareano el título de
su libro El universo en una cáscara de
nuez.
[3] En la película La Momia (1932), de Karl Freund, Ardath Bey (Boris Karloff), la momia rediviva del sacerdote Imhotep, guarda en su residencia una fuente en la cual se reflejan imágenes del remoto y pasado y también imágenes en “tiempo real”, sobre las que puede influir a distancia. “Mi estanque a veces se inquieta –dice–. Uno ve fantasías extrañas en el agua, pero pasan como sueños”. En el clásico estudio sobre brujería de Carlo Ginzburg, leemos acerca de una tal fraw Holt, que “le habría mostrado (al encantador Diel Breull) a los difuntos y sus penas reflejados en una palangana llena de agua: caballos espléndidos, hombres dedicados a los banquetes o sentados tras las llamas”. (Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre. Barcelona: Muchnik editores, 1991)