martes, 3 de agosto de 2021

EL SÍNTOMA DE LO FANTÁSTICO (HOMENAJE A SERGIO MEIER) (PARTE 1)

 (Este ensayo es el primer texto del libro "El síntoma de lo fantástico", de Carlos Lloró)



Por ahí se dice que “el síntoma es una señal que aparece en el organismo en respuesta a una enfermedad”. Hablaremos hoy, pues, de la enfermedad conocida como “lo fantástico”, y de su síntoma[1], o síntomas.

            Es esta una enfermedad no del cuerpo, sino del sujeto. Sus síntomas se ocultan en ciertos libros, o en algunos pasajes de ciertos libros, películas, cómics, cuadros, teorías, lugares, sueños, recuerdos.

En determinado momento, rozamos la línea que separa lo que creemos real de aquello que nos gustaría que lo fuese. Al cruzar esa línea, nos sentimos inundados de una emoción intensa, la emoción de lo desconocido o la emoción del misterio. Sentimos que las fronteras de la percepción se amplían, como si pasáramos a vivir en un mundo mucho más rico, más pleno de sugestiones y resonancias. El cerebro pareciera también que comienza a funcionar a una velocidad más alta.

Da lo mismo si esa sensación nace de algo real o de algo irreal (¿qué es real, qué es irreal?). Como sensación, como acontecimiento de nuestra subjetividad, nos ha afectado y nos ha provocado un gozo inaudito; ha hecho que nos sintamos más vivos. Y con eso basta: hemos detectado el síntoma de lo fantástico.

            Que la felicidad o la plenitud personal dependan de mínimos y casi caprichosos oleajes en la superficie de la percepción, es una circunstancia casi mágica. Shakespeare lo expresó en un maravilloso pensamiento: “Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito[2]”.

            De niño, tuve sueños que aún conservo como tesoros, pues siento que no fueron solo sueños.

A los doce años, vivía en el Internado de la Escuela Vocacional de Arte de Camagüey, Cuba. Era un edificio vasto, lleno de recovecos, con bibliotecas bien pertrechadas, amplios campos deportivos, laboratorios misteriosos, además de profundos cielorrasos donde los alumnos jugábamos a esconder y a descubrir cosas (libros, sobre todo).

            Contaré uno de esos sueños, que en realidad fue una serie de sueños, al menos tres, y se sucedieron en un lapso de menos de una semana.

En el primero de ellos, yo era un buzo, y recalaba en la playa de una ciudad nocturna, erizada de rascacielos. Había llegado de incógnito, pues debía proporcionar información a ciertas personas que vivían en esa ciudad. Pese al mar y al cielo, yo sabía que esa ciudad estaba bajo tierra, y sus gobernantes no deseaban que los habitantes de la superficie la conocieran.

En un segundo sueño, caminaba, ya en la ciudad, a lo largo de un corredor laberíntico, de altas murallas musgosas, a cielo descubierto. Encima de la muralla de la izquierda, pude ver una cantidad de enormes máquinas descompuestas. Parecían naves espaciales. Abundaba los diseños extraños, y pese a que no pude entender la estructura y función de esos armatostes, me emocionaban, como si algo en mí se conectara de alguna manera con ellas, como si algo de mí muriera a medida que esas máquinas se iban oxidando.

            El tercer sueño ocurrió en un bar de la misma ciudad. Yo esperaba a un contacto, alguien que me tenía que proporcionar cierta información para llevarla a la superficie, una información que en verdad era el código que me permitiría regresar a la secreta ciudad. Mi intuición me decía que mi contacto –una mujer– había sido secuestrada. El bar donde me encontraba estaba lleno de espejos–cámara, cada uno de los cuáles mostraba, intermitentemente, una porción de imágenes correspondientes a lo ocurrido allí en cada momento, pues todo era grabado desde diferentes ángulos. Así, luego de un rato de escrutinio, vi un espejo–cámara mostrando a la mujer que yo esperaba saliendo por una puerta lateral que daba al pasillo del segundo sueño.

            Ese triple–sueño fue mi primer encuentro con el síntoma de lo fantástico. A partir de esos sueños, comencé a dedicar tiempo a elaborar mentalmente la historia de la ciudad subterránea. La llamé Macrolandia. Imaginé que en esa ciudad reinaba un sistema social ideal, y que allí florecían todas las ideas científicas y artísticas prohibidas en la superficie, en total libertad y siempre al servicio del ser humano. Imaginé que los macrolandianos se ocultaban porque los gobiernos de los países beligerantes querían apoderarse de sus secretos. Su tecnología llevaba una ventaja de décadas a las naciones más desarrolladas. Sin embargo, no tenían ejército ni policía.

            Hoy puedo darme cuenta que los sueños de la infancia quedan para siempre, y se convierten en mitos, si sabemos cultivarlos. Pero no solo los sueños. También las conversaciones, las visiones, los encuentros, las ceremonias de la adolescencia, pueden quedarse en la memoria como conquistas subjetivas perdurables. Como si fuesen experiencias de otro mundo.

            Escuché hablar por primera vez del “síntoma de lo fantástico” a mi gran amigo el desaparecido escritor Sergio Meier. Recuerdo el momento. Era de noche, estábamos en el comedor de su casa de Quillota, y Meier me mostraba un volumen del escritor norteamericano Gene Wolfe. Mientras lo hojeaba, dijo en voz muy baja: “tiene el síntoma de lo fantástico”.



En el año 2016, la Editorial de la Universidad de Valparaíso publicó mi libro Conversaciones con Sergio Meier. A partir de entonces, he continuado rastreando las huellas del pensamiento de mi amigo, sobre todo de eso que él llamaba el síntoma de lo fantástico. Este ensayo es fruto de ese trabajo. En él he tratado de integrar en un todo relativamente coherente el torbellino de recuerdos, imágenes, lecturas y asociaciones que invaden mi mente cada vez que vuelvo a repasar mi amistad con ese hombre de excepción. Ahora mismo miro a mi alrededor, y me parece que Meier se encuentra por aquí cerca, agazapado en un rincón, o disfrazado de mozo –estoy en la cafetería Premium, de Temuco–, copiando diálogos ajenos para convertirlos en pasajes de su obra infinita, la post mortem, la de más allá de la carne. Este Meier ubicuo no es tan diferente del amigo que conocí. Porque Sergio Meier era, en realidad, un misterio.



            “Me gustaría guardar mi conciencia en alguna parte”, me dijo cierta vez. Frase enigmática, como todo en él. Debió de haberle atraído en grado sumo la tecnología descrita en la Saga Heechee de Frederik Pohl –uno de sus textos de ciencia ficción favoritos–, donde leemos que “los Heechees, en un estadio bastante temprano de su fase tecnológica, aprendieron a almacenar las inteligencias de otros Heechees muertos o moribundos en sistemas inorgánicos”. Esos seres fabulosos “eran capaces de usar las mentes muertas de los antepasados Heechees para almacenar y procesar datos”.

            Nuevamente me encuentro escribiendo sobre Sergio Meier. Las Conversaciones parecía que iban a cerrar un ciclo, y he aquí que lo abren. Mi amigo está más cercano que nunca. Su conversación y su humor están más plenos que nunca. Sus lecturas parece que fueran cada vez más mis lecturas. El poeta y editor Darwin Rodríguez de Tomé, cuando leyó el borrador de las Conversaciones, hace un tiempo, me escribió que “Meier es un ser grandísimo, lleno de vida, conexiones y sinergia, como un bosque, milenario, araucario”. Meier araucario. ¡Qué linda imagen! Su mente sin duda que era una selva de correspondencias y resonancias. Él estaba muy cerca de las estrellas, escuchaba su respiración, por eso parecía a veces desconectado, ajeno a este mundo. Y cuando decidió dar el salto, sabía que dejaba atrás varias cosas. Vestigios de su ser, tesoros para sus amigos y para cierta región de un fan kingdom en ciernes, piedras filosofales de diverso calado; palabras, fantasmas.

            Y enseñanzas; un discreto magisterio, sutil y transparente, un repertorio de palabras averiadas, enmohecidas, periclitadas, como los libros que a él realmente le fascinaban. Esos libros fuera de moda, fuera de época, que no encajan en un canon determinado, libros en verdad desencajados, como su misma Segunda Enciclopedia de Tlön, tan llena de erratas y de magia, o como los antiguos grimorios de Giordano Bruno y de Raimundo Lulio, o las novelas de Raymond Roussel y Joris Karl Huysmanns. O Super–Cannes de Ballard, novela que le vi comprar en “El ciclón del libro” de Viña del Mar, durante un paseo que dimos juntos por esa ciudad donde todavía planea el aura o el ectoplasma de Juan Luis Martínez, el maestro de Meier.

            He aquí algunas de sus enseñanzas.

Primero, el centro del mundo está en el propio gabinete de trabajo, y no en Londres o en Hollywood. Segundo, la conversación entusiasta es la forma más alta de literatura. Tercero, el lector puede ser un detective entrenado en el hábito de buscar libros que nadie busca. Cuarto, el camino de cada uno es único, y la trayectoria personal es singular, se va creando sola. Es decir, no hay competencia. Podría seguir nombrando puntos para un decálogo meieriano. Pero lo dejaré ahí. Todos estos días he seguido dialogando con mi amigo de muchas formas. Por ejemplo, volví a ver La máquina del tiempo de George Pal, película que a ambos nos marcó. Revisité ese film sabiendo lo que pensaba Meier de él.

Varias escenas me recuerdan sus íntimos anhelos. El protagonista le dice a sus amigos: “No me gusta la época en que nací”, “prefiero el futuro”. Durante el viaje, la máquina hace escala en 1917, en 1940 y en 1966, para recalar en el inimaginable año 802.701, una época donde los hombres hipnotizados han perdido toda traza de humanidad, delegando las riendas de su espíritu en una tribu de bestias peludas y ojos rojizos. En ese futuro, los libros son cosa pasada, desapareciendo no solo las librerías, sino también la simple curiosidad humana. ¿Qué pensaría Meier de ese mundo sin hambre intelectual y sin libros?

            Sin embargo, cuando al final de la película el protagonista decide regresar a esa época remota, su mejor amigo y su mucama se dan cuenta de que faltan tres libros en su compacta biblioteca. “¿Qué libros se habrá llevado?, pregunta la mujer. “No sé”, responde el amigo. “¿Qué tres libros se habría llevado usted?”

            La pregunta queda abierta, y sé que Meier le habrá dado respuesta muchas veces, en la realidad y también en sus sueños. Mirando hacia atrás, no es descabellado pensar que Meier no murió, sino que se fue en su propia máquina del tiempo, a una época necesitada de alma y de imaginación. Idea no muy ajena a su estética: la de una colonización literaria, una alfabetización retrofuturista.

Tal vez buscaba “el síntoma de lo fantástico”, frase que mencionó –como ya dije– a propósito de Gene Wolfe, en una de las lecturas que compartió conmigo entre el 2008 y el 2009. Uno de los personajes de Wolfe, el padre Inire, es un alquimista, cuya magia consiste en disponer una serie de espejos de tal modo que permitan plegar el espacio, como en Dune. En La Ciudadela del Autarca, leemos: “se supone que uno puede entrar (en el espejo) como entra en un umbral, y salir a una estrella”. Se menciona otro objeto singular, la Garra, que “tenía sobre el tiempo el mismo poder que se atribuye a los espejos del padre Inire sobre la distancia”. La culminación o epifanía suprema del arte de Wolfe, según Meier, se encuentra en el capítulo XX de La Sombra del Torturador, titulado, justamente, “Los espejos del padre Inire”. Meier alucinaba hablándome de cierto pez holográfico que ahí se describía, un ser de pura ilusión, de pura irrealidad. Leímos juntos el pasaje completo. Al iluminar de cierto modo los espejos enfrentados, surge “el pez, una criatura nacida de la convergencia de la luz”, como la describe Wolfe. Uno entiende a Meier leyendo este capítulo de Wolfe en voz alta, escuchando al padre Inire hablar sobre el funcionamiento sutil de los espejos. Tal vez la literatura, tal como él la concebía, era una imposibilidad, una criatura hecha de pura luz, de pura holografía, un milagro de perfecta irrealidad.

Escuchemos un par de párrafos de Wolfe que Meier me leyó en voz alta:

 

 

1) –Cuando algo se mueve muy, muy rápido —tan rápido como los objetos familiares de tu cuarto de juegos cuando tu gobernanta enciende la candela— se vuelve pesado. No más grande, ¿comprendes?, sino sólo más pesado. Es atraído hacia Urth o hacia cualquier otro mundo con mayor intensidad. Si se moviera con la velocidad suficiente, se convertiría en un mundo, atrayendo otros objetos hacia él. Por supuesto, no existe ninguna cosa capaz de hacer eso, pero si lo hiciera, eso es lo que ocurriría. Sin embargo, aun la luz de tu lámpara se mueve lo bastante de prisa como para viajar entre soles.

 

2)           –Como en nuestro universo no hay nada que pueda superar la velocidad de la luz, la luz acelerada lo abandona y penetra en otro. Cuando vuelve a reducir la velocidad, retorna a nuestro universo... naturalmente, en otro sitio.

–¿No es más que un reflejo? –preguntó Domnina, mientras miraba al pez.

–Acabará siendo real si no oscurecemos la lámpara o quitamos los espejos. Pues que una imagen reflejada exista sin un objeto que la origine, viola las leyes de nuestro universo y, por tanto, algún objeto ha de cobrar existencia.

 

Esta idea, no de un objeto que produce una imagen, sino de una imagen que produce un objeto, nos regala una primera clave para apreciar la delicada membrana tejida por la imaginación y el pensamiento de Meier. Su capacidad y sensibilidad para detectar el síntoma de lo fantástico dondequiera que este se ocultase, nunca ha dejado de asombrarme. Lo detectaba en libros, en personas y en sus objetos. Pero sobre todo en libros. Tras la lectura de los fragmentos precedentes empezamos a asociar referencias clásicas a los espejos y a la luz en la literatura y la ciencia. Meier mencionó el texto Animales en los espejos, de Borges. Yo mencioné la esfera reflectante de Escher. Meier añadió: “Y Einstein, también. La relatividad, la imposibilidad de superar la velocidad de la luz, y el posterior descubrimiento de objetos que superan la velocidad de la luz. El reflejo, la imagen, cómo se corporizan los objetos, cómo viajan a través de la luz pura”.

Yo riposté con el delicioso cuento de Algernon Blackwood, El caso Pikestaffe, donde el protagonista guarda su biblioteca dentro de un espejo.



            En dicho cuento, el profesor de matemáticas Thorley arrienda una habitación en una modesta casa de huéspedes. Allí encuentra un espejo de cuerpo entero. La dueña de la pensión, la señorita Speke, intrigada por los inusuales hábitos de su inquilino, entra a la habitación y ve que el espejo está dado vuelta, mirando a la pared. Al salir,

 

algo le rozó la cara, produciéndole picor en una mejilla, algo fino como una telaraña, algo que flotaba en el aire. Lo apartó. Era un hilo de seda extremadamente fino; tan fino, en realidad, que casi podía haber sido un hilo de araña como los que se ven flotando en el césped del jardín una mañana de sol”. Días más tarde, la criada encuentra “ciertas marcas que había sobre la alfombra del gabinete del señor Thorley. Las había descubierto al ir a pasar la aspiradora: se trataba de unas rayitas pequeñas, débiles, cortas, trazadas con tiza oscura o carboncillo, en forma de ángulos superiores o inferiores de unos paréntesis cuadrados; de trecho en trecho, se veía alguna flechita, también.

 

Esas ciertas o inciertas marcas, ese hilo de seda, huellas de un mundo insólito que terminan con el enigmático profesor y su ayudante encerrados en el interior del espejo, resuenan con el pez holográfico de Wolfe y el idealismo de Borges, que Meier suscribe a cabalidad en su novela La Segunda Enciclopedia de Tlön, refiriéndose a los “hrönir” y los “ur”, objetos mágicos que pide prestados a uno de los más ilustres cuentos borgeanos: Tlön, Uqbar, Orbis tertius. Un personaje del libro de Meier describe a los “hrönir” como


… simulacros. Como las cosas carecen de continuidad en el tiempo, y por ende de identidad en el espacio, en Tlön nada puede perderse o encontrarse de nuevo. Simplemente se ‘olvida’ o se ‘recuerda’ algo; de modo que si dos personas buscan un objeto, un lápiz digamos, y la primera llega a encontrarlo más no le avisa a la segunda, puede perfectamente ocurrir que la segunda encuentre o ‘recuerde’ otro lápiz casi exactamente idéntico al original. Tales simulacros son los “hrönir”, y fueron inducidos posteriormente en forma artificial, enviando personas a que buscaran objetos desaparecidos, ignorantes de que nunca antes habían existido. La proliferación de estos nuevos objetos, nacidos puramente de la sugestión, se denomina ‘ur’, y demostró que todo lo que es posible de ser imaginado existe en algún lugar… y puede ser manifestado.

           

Objetos que desaparecen dentro de los espejos, objetos que son emitidos por imágenes, objetos que son creados a partir de la pura sugestión mental; en todos ellos parpadea ese síntoma de lo fantástico que Meier cultivó en sus lecturas y en su obra, en sus amistades y encuentros tanto como en los claroscuros de su existencia alucinada y asombradiza. Pues Meier fue un ser de perplejidades, y así como hay quien se asombra de ver un auto de carreras rodando en plena ciudad, él se asombraba de encontrar esas pistas de otro mundo entre las páginas silenciosas de un libro. A veces, cuando disponía sus preciados textos sobre la mesa e íbamos leyendo trozos de uno y de otro, me parecía que los personajes de un libro se pasaban a otro. Y así, no es descabellado pensar que el profesor de matemáticas del cuento de Algernon Blackwood pueda aparecer, de pronto, en la Sala del Significado de la Casa Absoluta, donde el padre Inire de la saga de Gene Wolfe juega a cambiar el universo con su arte de espejos (también podríamos añadir aquí el espejo ladrón, “que desaparece todo lo que refleja”, de la película Combate de amor en sueños, de Raúl Ruiz).

            He seguido tirando del hilo, buscando esas pistas meierianas, como un detective desesperado, entresacándolas a veces de mis propios escritos, como cierta cita del psicoanalista Wilhelm Stekel, en su hermoso libro Los sueños de los poetas, junto a otra de un antiguo tratado chino sobre los espejos, incluidas ambas en mi libro Cinis cinerum. Escribe Stekel:  

 

En el antiguo castillo de Nuremberg hay una profunda fuente. Si se arroja una piedra dentro de ella y se aguza el oído, se oirá pocos segundos después cómo la piedra cae al agua que cubre el fondo de la fuente. No obstante, quien se asome a la fuente para observar sus profundidades no logrará percibir más que una insondable oscuridad. Pero poco después las profundidades de la fuente comienzan a animarse de extrañas figuras. Diríase que empieza a hacerse visible la superficie de las aguas del fondo y reflejarse en ellas escenas maravillosas. Dice la leyenda que esas escenas corresponden a la infancia de quien las contempla asomado al borde de la fuente[3].

 

Y escribe Chi Nung:

 

Cuando el Emperador se miró fijamente en el espejo, vio que su rostro se transformaba primero en una mancha sanguinolenta y luego en una calavera de la que goteaba una mucosidad. Lleno de horror, el Emperador apartó su mirada. “Majestad”, dijo Shenkua, “no apartéis vuestra mirada. Sólo habéis visto el principio y el final de vuestra vida. Si seguís mirando en el espejo, veréis todo lo que

es y lo que puede ser. Y cuando alcancéis el grado más alto del éxtasis, el espejo os mostrará incluso cosas que no pueden existir”.

 


            Una clave central de la poética meieriana de lo fantástico, podemos hallarla en El camino a la realidad, otro de los textos fundamentales de la biblioteca de Meier. Allí, Roger Penrose se permite entretejer una explicación fantástica de la teoría de cuerdas.

            Penrose comienza explicando que en la teoría de cuerdas hay juicios estéticos implicados, y que “aunque la teoría de cuerdas tuvo sus inicios en aspectos experimentalmente observados de la física hadrónica, luego se apartó drásticamente de ellos, y más tarde no ha tenido prácticamente ninguna guía de datos observacionales concernientes al mundo físico”.

            ¿Es pues la teoría de cuerdas una teoría fantástica?

            Para explicarla, Penrose apela a una especie de fábula o parábola.

            La fábula nos habla de un turista que visita una ciudad muy grande, con el propósito de encontrar un edificio del que le han hablado. Sin embargo, se encuentra con varios obstáculos. La ciudad parece intencionalmente desprovista de indicios. Para empezar, no hay nombres de calles ni mapas. Como no habla la lengua del lugar, el turista no puede preguntarle a nadie. A menudo se encuentra con bifurcaciones en el camino, callejones sin salida, senderos curvos, que enredan aún más su búsqueda. La única certeza con que cuenta el visitante es la “elegancia sublime” del edificio que busca. También ha observado que algunas calles presentan “un atractivo estético más obvio que otras”. En definitiva, el visitante, luego de un tiempo, se da cuenta de que ese “atractivo estético” es su única manera de orientarse, junto con “cierta sensación de una consistencia global, de estilo, o de algún tipo de pauta subyacente imaginada para la ciudad”.

            A continuación, Penrose propone al lector una variante de la historia:

 

 

              Ahora supongamos que usted es el turista, pero forma parte de un grupo conducido por un guía turístico de una inteligencia, conocimiento y sensibilidad impresionante; el único problema es que, en este caso, el guía no tiene ningún conocimiento previo de la ciudad y nunca antes ha oído hablar la lengua del lugar.

Quizá crea que el guía tiene mejores intuiciones estéticas que usted, y de hecho llega antes que usted a valorar estas cosas. En ocasiones, la sensibilidad del guía hacia las pautas ocultas localiza un edificio de una elegancia particularmente sofisticada. Pero, en esencia, los criterios no son de un tipo muy diferente de los que usted mismo podría utilizar. Si usted sigue al grupo, al menos tendrá la compañía de los otros, y puede hablarles de la arquitectura que les rodea y compartir la excitación de la búsqueda de su objetivo común. Incluso si no espera encontrar dicho objetivo, usted disfruta con la búsqueda. Pero tal vez, por el contrario, usted prefiera ir a su aire, cuando empieza a sospechar cada vez con más fuerza que el guía no sabe más que usted acerca de cómo encontrar el objetivo. Cada elección sucesiva de rumbo es una apuesta, y en muchas ocasiones quizá sienta que una elección diferente ofrecía más promesas que aquella que realmente ha elegido el guía…

 


            Hay algo fascinante en esta historia, la enseñanza de que el sentido personal de lo estético, de lo fabuloso, de lo singular, cuenta mucho más para el sujeto que las doctrinas de los llamados especialistas. Que al fin y al cabo, la sensibilidad propia es la mejor guía, y que el sujeto construye su mundo precisamente alrededor de las oscilaciones de esa misma sensibilidad.

Meier buscaba el síntoma de lo fantástico como el turista de Penrose perseguía ese edificio disimulado entre las pautas ocultas de la noche, y él tampoco era un especialista, sino un autodidacta que había desarrollado una sensibilidad especial hacia las pautas ocultas de la literatura. Siempre sentí que él se esforzaba por buscar ese efecto de ilusionismo que provoca la palabra en boca de un visionario. Ilusionismo que es a un tiempo éxtasis y angustia. Por ejemplo, pese a que adoraba el pasaje de la quema de la biblioteca en Gormenghast de Mervyn Peake, decía que le daba miedo leerlo. Lo consideraba un pasaje corrosivo, amén de fascinante. Era, al mismo tiempo, un fragmento ajeno al canon oficial, ese canon que, como el guía en la historia de Penrose, traza las direcciones autorizadas y determina los caminos prohibidos. Meier estaba notoriamente desencajado del canon, y sus lecturas eran retorcidas y oprobiosas a veces. Le complacía bucear en zonas desprestigiadas de la historia literaria, en libros dolorosamente olvidados, libros que nos invitaban a vestir “la dolorosa camisa de la belleza”, frase de Ian Watson sobre Gene Wolfe, que solía citar con entusiasmo.



[1] En La imagen superviviente, Didi Huberman estudia “la lección del síntoma –absurdos, lapsus, enfermedad, locura”, y se pregunta: “¿Será la vía del síntoma el mejor modo de oír la voz de los fantasmas?” Y quizás si, como Boltzsmann, relacionamos la entropía con la “información perdida”, entonces, mediante la vía del síntoma, navegando entre los intersticios de lo real, podremos articular o al menos audificar, entreoír, el eco de mundos posibles, donde esa “información perdida” ha devenido renovada sustancia, imagen sobrecargada de numen. Así, no se busca codificar la información perdida, como intenta hacer la teoría de las probabilidades, sino más bien conjurar su espectro de ausencias, poetizar su campo de fuerzas, como al parecer buscaban el cineasta Raúl Ruiz y el matemático Emilio del Solar en sus reuniones del Círculo de Belleville.

[2] Hamlet, segundo acto, escena 2. Stephen Hawking derivó de este parlamento shakespeareano el título de su libro El universo en una cáscara de nuez.

[3] En la película La Momia (1932), de Karl Freund, Ardath Bey (Boris Karloff), la momia rediviva del sacerdote Imhotep, guarda en su residencia una fuente en la cual se reflejan imágenes del remoto y pasado y también imágenes en “tiempo real”, sobre las que puede influir a distancia. “Mi estanque a veces se inquieta –dice–. Uno ve fantasías extrañas en el agua, pero pasan como sueños”. En el clásico estudio sobre brujería de Carlo Ginzburg, leemos acerca de una tal fraw Holt, que “le habría mostrado (al encantador Diel Breull) a los difuntos y sus penas reflejados en una palangana llena de agua: caballos espléndidos, hombres dedicados a los banquetes o sentados tras las llamas”. (Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre. Barcelona: Muchnik editores, 1991)

viernes, 7 de mayo de 2021

NOTA SOBRE "SPLENDOR" DE ENRIQUE VERÁSTEGUI

 Con Sergio Meier hablamos de libros infinitos, de la poética del infinito, y de libros que no terminan. Coincidíamos en que la infinitud, ese "no terminar" de los libros que nos importaban, no aludía necesariamente a cantidad de páginas, sino a cierta "resina" desprendida de los libros mismos, de su aura inatrapable, del hechizo que provocan en una psiquis despierta y atenta.

El libro infinito al que me quiero referir aquí se titula SPLENDOR. Su autor, el peruano Enrique Verástegui, fue un verdadero monstrorum artifex, un alucinado e iluminado creador de universos que celebran, en última instancia, el encantamiento del propio escritor con el ejercicio libre y desalmado de la escritura.

martes, 27 de abril de 2021

LOS HIJOS DE "LOS"

 


Al hablar de la obra y el autor, pienso que el problema desaparece cuando lo vemos simplemente en términos de disponibilidad. Al leer Las mil y una noches, no echo de menos saber quién fue el autor; es decir, el autor no está disponible y ello no constituye un problema. Por otro lado, con James Joyce me ocurre que su vida, su biografía, sus manías, sus hábitos, me parecen mucho más estimulantes que su obra. Entonces decido leer la biografía de un escritor llamado Joyce, y abstenerme de su obra. En el caso de Kafka, me interesa por igual vida y obra. Kafka caminando por la ribera del Moldava, Kafka ascendiendo y descendiendo las escaleras que conectan la Praga antigua con el proceloso Castillo, son imágenes que se mezclan en mi cerebro con la de Kafka garabateando en sus Diarios, sembrando las semillas de sus futuras obras maestras; es como imaginar a Rodolfo Walsh huyendo de los militares, autoexiliado en la costa de El Tigre, comiendo únicamente lo que él mismo pescaba, y luego imaginarlo seleccionando y traduciendo los textos de su maravillosa ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO, en 4 volúmenes. Como si superpusiéramos dos postales correspondientes a mundos distantes y de repente descubriésemos que constituyen el mismo mundo.

William Blake, uno de los más brillantes creadores de panteones artificiales, habla de los Cuatro Zoas, que son «LOS (Imaginación, encarnada en la figura de MILTON), Urizen (Intelecto Superior, el DEMIURGO, JEHOVÁ), Luvah (Amor, CRISTO) y Tharmas (Forma o Belleza, MIGUEL ANGEL)». Y Sergio Meier, el numinoso heresiarca de Quillota, en LA SEGUNDA ENCICLOPEDIA DE TLÖN opone lo urizénico, que es propio de la avaricia del status, la avaricia de la definición, la lujuria del resultado, al accionar de LOS, que aboga por la creación libre, no condicionada por ningún interés de enmarcar o imponer un molde a la corriente creativa.

De los cuatro Zoas, LOS representa la imaginación libre, desprejuiciada y no condicionada.

            Me parece interesante traer a colación esta particular cosmogonía blakeana para discutir, antes de entrar a hablar del autor, la distinción entre creación y obra. Los hijos de LOS, para Blake, son esos creadores entregados al ejercicio fluido de la imaginación. Son autores luego de muertos porque la crítica los denomina como tales. Primero fueron creadores.

“Si yo te llamara hoy con tu Verdadero Nombre no me oirías. Te he nombrado con él algunas veces y ni siquiera en sueños me has escuchado”.

Estas palabras extraídas de Nos. Libro de la Resurrección, de Miguel Serrano, enuncian, tal vez de manera indirecta pero precisa, el problema del autor y la obra en el momento presente, el creador condicionado por una IMAGEN que defender y una TRAYECTORIA que cultivar… El autor-Narciso distraído de sí mismo, sordo a sus propias voces interiores.

Reconozco que siento debilidad por los autores subterráneos, olvidados, desclasados, inadaptados, desmesurados, sufrientes. Lovecraft, Kafka, Verástegui, Emar, Emily Dickinson, Macedonio Fernández. En estos autores la conciencia de AUTORÍA no es un proceso de construcción, sino un proceso de disolución o despersonalización, donde la obra no se impone como producto organizado, filtrado y desinfectado por la crítica, sino que vaga libre como un organismo extraño que se va haciendo, a tropezones, con los mismos sueños, desvaríos y dolores de un ser humano que necesita CREAR.

Macedonio Fernández abandonaba los borradores de sus textos en las distintas pensiones por donde iba pasando. Emily Dickinson guardaba en gavetas sus poemas, sin darlos a la imprenta. Emar decidió no publicar nada en vida, sino crear, crear, y que luego “otros me publiquen sentados sobre las gradas de mi sepultura”, como escribió él mismo en Umbral.

Más que autores se trata aquí de AGENTES ACTIVADORES, -que es algo distinto de AUTOR- que ponen en circulación ciertas sustancias textuales que con muchísimas reservas y más bien por comodidad podríamos llamar OBRA. En estos autores, lo creado no adquiere ribetes de producto, como suele suceder desde la revolución industrial, sino que se sitúa más cerca del sentido del OPUS medieval, la búsqueda de los alquimistas. Como sabemos, los alquimistas eran autores de un proceso, el OPUS MAGNUM, cuyo propósito era transformarse a sí mismos, convertir la vida cotidiana, terrenal, en algo más perdurable…

El Opus no está localizado, no está limitado por un molde o por marcas temporales. En el caso de Juan Emar, su OPUS llamado Umbral, con casi 5000 páginas impresas, se interrumpió solo al interrumpirse su vida. A Umbral se lo nombra como OBRA cuando Emar muere y los manuscritos son dados a la luz.

Umbral, de Juan Emar, el OPUS alucinante de un alquimista chileno.

Otro caso, a medio camino entre el alquimista y el autor moderno, es el de los trovadores o Minnesänger, que cultivaron una forma de expresión llamada Trobar Clus, o trobar oscuro, o cantar cifrado. Miguel Serrano dice que, a través del Trobar Clus, los “Minnesänger (…) deseaban disfrazar su persona, además del mensaje de sus escritos”.

Aquí tenemos pues dos ejemplos previos a la modernidad; el alquimista, creador que descree de la autoría, porque no se ve a sí mismo como creador de un objeto con valor, sino que pone en marcha un proceso, el OPUS, cuyo propósito es explorar su propia interioridad, (el objeto sería un subproducto); y luego el Minnesänger, creador que enmascara su autoría, pues considera que su personalidad real puede enturbiar o contaminar aquello de lo que quiere hablar.

Otra idea muy interesante se trasluce en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis tertius, del omnipresente Borges.

“En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles —el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres ...

Imaginemos un juego Tlöniano: leamos Frankenstein, Los detectives salvajes, Rayuela, Crimen y castigo, Umbral, como si fueran obra de un mismo autor; ¿los leeríamos de la misma manera?

Otro autor en el que se encarna esa búsqueda de las fronteras del propio ser a través de una obra, es P. K. Dick, especialmente en su EXÉGESIS, que contiene todos sus apuntes sobre gnosticismo, cábala, psicología evolutiva, física de universos paralelos, etc. En la Exégesis, Dick baraja la idea de que sus libros son escritos en coautoría con una entidad a quien él llama el Otro. 

Más adelante en la Exégesis dice Dick:

… supongamos que el Gran Constructor nos ha creado humanos aquí, cada uno de nosotros, como la mitad de un organismo total, la otra mitad del cual no es un ser humano sino algo totalmente diferente, tal vez sin ningún cuerpo físico, sino una especie de plasma de energía que se ajusta o se "vierte" en cada uno de nosotros, como se dice que es el Parakletos (el Espíritu Santo, el intercesor).

El creador sería pues, un intercesor, cuya misión sería restituir la unidad perdida del YO, lo que Jung llama principio de individuación.

La Exégesis de P. K. Dick pertenece, como el Umbral de Juan Emar, a la categoría de los libros alquímicos, inspirados por el LOS blakeano.

Me gustaría tomar algunas ideas de Helena Blavatsky sobre el universo como una obra sin autor, o un pensamiento sin pensador, para sugerir el carácter fantasmagórico de toda autoría. Dice Blavatsky que las cosas de la realidad son como

“las sombras proyectadas por una linterna mágica sobre un lienzo blanco. Sin embargo, todas las cosas son relativamente reales, puesto que el conocedor es también una reflexión, y por lo tanto las cosas conocidas son tan reales para él como él mismo (…) La existencia de un pensamiento cósmico no involucra necesariamente la existencia de un pensador cósmico.”

Semejante a lo que piensa la ciencia, el universo es una maravillosa creación sin creador, una OBRA sin AUTOR, para atenernos a nuestra nomenclatura”.

Por último, volvamos a Borges, quien, en La flor de Coleridge, anota:

Hacia 1938, Paul Valéry escribió: "La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor."

Que una pieza literaria salga más o menos inspirada, depende, entonces, de que el Espíritu allí sopló con un poco más de gracia o vehemencia; mérito del escribano hay poco; demérito, menos aún.

Carlos Lloró, abril, 2021

martes, 20 de abril de 2021

APUNTES SOBRE LO NUMINOSO (1)

Desde su mismo origen, la literatura –como su ilustre abuela, la cosmogonía– se propuso extraer el sentido de la realidad. O al menos contactar al NUMEN (“experiencia no-racional y no-sensorial o un presentimiento cuyo centro principal e inmediato está fuera de la identidad”, tal como lo define Rudolf Otto, en sus Ensayos sobre lo numinoso).


Las pinturas de Ernesto Sábato son una fuente perturbadora de energía numinosa. Rostros que emergen de un abismo de horror convertidos en monstruos, deformados pero también iluminados por lo que alcanzaron a ver en las espantosas profundidades.

El NUMEN es el punto de enlace entre lo cotidiano y el misterio. Es lo indecible mismo. Lo real, según Jacques Lacan. Lo numinoso empieza como presentimiento de un orden de realidad más espeso, más hondo, más “otro”, más atemporal, que el de la mera sucesión vital. Nos ocurre, a veces, después de una lectura, una audición musical, una conversación, un instante de introspección, un paseo nocturno por la playa, o atravesando un silencioso callejón, o recorriendo una iglesia, sentir que todos los milenios de la historia y la prehistoria, se funden con los milenios del futuro y del remoto futuro; esa fusión no nos da necesariamente una imagen, pero sí una vibración –aunque esta vibración puede estar mediada por una imagen. Lo numinoso vibra porque sacude lo temporal y mortal en nosotros, proyectándonos a una esfera solo reservada a los dioses, y no a cualesquier dioses, no.  En esa esfera, el tiempo cesa en su linealidad y se transforma en un remolino.


La COSMOGÉNESIS (primer tomo de La doctrina secreta), de H. P. Blavatsky, una fotocopia que realicé en Valparaíso, a fines del siglo pasado, a partir del original de mi amigo Leonard Chellew, y que he mantenido conmigo, erizada de subrayados y dibujos. En esta fotocopia anillada nace para mí la fascinación por la estética del pensamiento cosmogónico, la poesía de lo numinoso.

El contacto con el NUMEN es siempre indirecto, y su captación requiere haber entrenado el cerebro para ello. Como si cultiváramos una suerte de “espacio” inodoro, insonoro que, de repente, se pone a temblar, llenándose progresivamente de líquenes, murallas, frescos, estatuas, restos de civilizaciones perdidas en la noche de los tiempos, donde la agujereada sucesión se completa con el néctar de nuestros sueños y anhelos. Es función de la imaginación propiamente dicha, como agente psíquico que completa lo que la historia o la naturaleza van dejando sin explicar, lo a medias creado o lo a medias conservado, cazar el NUMEN. Y luego, cosecharlo.

            Lo numinoso posee también una delicadeza, una nobleza en su manifestación, que es justamente lo que produce gozo estético además de estremecimiento. Pone a prueba nuestra humanidad, forzando los goznes de sus reservorios desconocidos.


En sus fundamentales Ensayos sobre lo numinoso, el teólogo alemán Rudolf Otto distingue entre la experiencia del lumen (lo luminoso), omen (lo ominoso) y numen (lo numinoso). De las tres, la experiencia de lo numinoso es la única que rebasa la razón y el lenguaje.

Lovecraft rozó lo numinoso mediante descripciones de ciudades ciclópeas que sugieren la presencia de razas muy adelantadas a la nuestra, y que podrían destruirnos si despertaran; Alan Moore, al entender los puntos de quiebre de la cultura en su encontronazo con la magia; William Hodgson, en sus narraciones de puros paisajes imposibles cargados de una corrosiva melancolía; H. P. Blavatsky, al capturar y sistematizar las excepciones de lo humano sin imponerse límites ni prejuicios de ninguna índole; P. D. Ouspensky, al entender la oscura ciencia del tiempo y la percepción de lo que está más allá del tiempo; William Blake, al desarrollar un nuevo arte de inventar dioses; Carl Gustav Jung, al encontrar la lógica oculta en los sueños y al estudiar al hombre como personaje o mero apéndice de sus propios sueños; Miguel Serrano, al conectar la poesía cosmogónica órfica con la gnosis del primer Cristianismo; y P. K: Dick, al conectar las cosmogonías más delirantes con la nomenclatura científica y la filosofía del cerebro.

Carlos Lloró, abril, 2021



domingo, 18 de abril de 2021

 DOS FOTOGRAMAS DE "EL HORROR DE DRÁCULA"                                       (Terence Fisher, 1958)

 La imposibilidad de acceder a los títulos de los libros (¡ni siquiera a uno!) de la gran biblioteca de Drácula, en la película de Terence Fisher, ha herido mi imaginación desde niño. ¿Qué libros contendría la misteriosa colección de Drácula? Sobre ello conversé con Jaime Córdova en la primera parte de nuestro libro La biblioteca del conde Drácula y otros diálogos acerca de lo fantástico:


"–Otro tema que me interesa es el de la biblioteca de Drácula. En tu libro Hammer Film: otra mirada hacia el horror, se dice que “Jonathan Harker es contratado por el conde Drácula para que se haga cargo de su biblioteca. Lo que no sabe el vampiro es que Harker quiere destruirlo, y el trabajo de bibliotecario es una mera treta.” Hay dos planos, en la película El Horror de Drácula, donde se muestra la biblioteca del conde. Y en la novela de Stoker, se habla de los libros que Drácula tenía a mano, y todos tenían que ver con su preparación para el viaje a Inglaterra. Dice: “un vasto número de libros en inglés, estantes enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los libros eran de las más variadas clases: historia, geografía, política, economía política, botánica, biología, derecho, y todos refiriéndose a Inglaterra y a la vida y costumbres inglesas.” Imaginemos que se nos da la posibilidad de entrar a la biblioteca de Drácula. Y en la biblioteca del Señor de los Inmortales, del Vampiro Mayor, debe de haber libros clave, ¿no?, que están ahí desde hace cientos de años. Imaginemos algunos títulos. O algunos temas. ¿Qué se te ocurre? ¿Qué libros te gustaría encontrar si llegaras a entrar en esa biblioteca?

–Me remito al texto mencionado en El nombre de la rosa: la Comedia de Aristóteles –los libros perdidos de la Comedia–; muchos incunables, muchos pergaminos, probablemente parte del archivo de alguna abadía que proveyó a Drácula de ciertos textos, o de originales que fueron desechados y que fueron a parar ahí. Probablemente los textos más maravillosos, los más anhelados, los más ansiados, los nunca encontrados... los Cantares de Gesta que mandó a recopilar Carlomagno, por ahí por el año 800. Todos esos poemas medievales compilados, de los caballeros alemanes, franceses....


Antes y después de que Peter Cushing desgarre las cortinas de la biblioteca en una proeza atlética que provocará la extinción temporal (siempre temporal) del Vampiro Mayor, incapaz de soportar la luz solar (lo que para unos es vida... )


 

Bienvenidas y bienvenidos a "La biblioteca del conde Drácula", título de un libro de conversaciones acerca de lo fantástico, publicado por Ediciones Nagauros (Temuco, Chile, 2021). En este blog contaremos detalles acerca de la génesis del libro, su contenido, los extraños seres que a él concurren, y además continuaremos generando contenido en la misma línea, realizando visitas a la numinosa biblioteca del Conde, en busca de los archivos más extraños y espeluznantes. 



Nuevas incursiones

EL SÍNTOMA DE LO FANTÁSTICO (HOMENAJE A SERGIO MEIER) (PARTE 1)

  (Este ensayo es el primer texto del libro "El síntoma de lo fantástico", de Carlos Lloró) Por ahí se dice que “el síntoma es una...